domingo, 19 de julio de 2009

San Pancracio

Mi frutero nació en Bombay. Es alto y amable. Tiene la piel oscura y sonríe a menudo. Hace unos meses, cuando llegó al barrio, no siempre le entendía cuando me hablaba, pero su castellano ha mejorado de forma espectacular desde entonces. En su tienda compro melocotones y sandías con un sabor tan dulce e intenso como los de la fruta que comía de pequeña.

Vivo en un barrio de clase media, esa ambigua categoría que engloba por igual a los jóvenes mileuristas y a los señorones que pasean sus todoterrenos por el asfalto de Madrid mirándonos desde lo alto con aire de marqueses.

Junto a la caja registradora mi frutero tiene una estampita de San Pancracio y una figura de plástico de la Virgen de Lourdes llena de agua bendita, una versión cutre de la que recuerdo que trajo mi abuela materna del santuario francés cuando yo tenía cinco años.

Cuando los vi mi primera reacción fue criticar mentalmente a la clienta que imaginaba que se los había regalado: una señora como la que me encontré una tarde en el establecimiento. "¿Qué patatas son mejores para freír?", preguntó ante dos cajas con precios distintos. "Las de la izquierda", respondió el hombre. "¿Seguro? ¿No me engañas?". No suelo intervenir en las conversaciones ajenas, pero en aquella ocasión no pude reprimir una exclamación tan vehemente que quizá mereció que alguien me dijera que me metiera en mis asuntos: "¡Señora, por favor, si son las más baratas!".

¿Qué grado de ignorancia es necesario para desconfiar de alguien simplemente porque no ha nacido en tu país o para respetarlo tan poco que tienes que imponerle tus creencias?, me pregunté indignada al ver la estampita.

Más tarde lo pensé mejor. Lo más probable es que el San Pancracio y la botellita con forma de Virgen de Lourdes fueran regalos de clientas agradecidas cuya única intención era transmitirle sus mejores deseos de la forma en la que les han enseñado a hacerlo, igual que mis abuelas rezaban por mí... o igual que yo volvía a ponerme la camiseta y los vaqueros que llevaba el día que hice aquel examen que me salió tan bien para garantizarme una buena nota en el siguiente.

¿Pura superstición? Seguramente. Pero con un objetivo loable en ambos casos.

Tiene que resultar muy tranquilizador confiar a un ser supremo tu destino, creer en su infinita bondad y generosidad, atribuir los tropiezos y las malas rachas a un creador invisible o a la mala suerte en lugar de a tus errores, estar seguro de que la muerte no es más que un tránsito hacia otra vida, confiar en que en el otro lado volverás a encontrarte con esas personas que desaparecieron y que echas tanto de menos... Yo no tengo esa suerte, pese a mi educación católica, quizá porque veo pocas personas que sigan lo que, según me enseñaron, es la gran máxima de la religión mayoritaria en mi país: amar a los demás como a uno mismo.

¿Aman a los demás quienes desean la cárcel para las adolescentes que abortan tras haber quedado embarazadas o para los médicos que las ayudan? ¿Aman a los demás quienes denuncian imaginarias conspiraciones contra su modelo de familia? ¿Aman a los demás quienes odian a quienes no piensan y no viven como ellos?

Por otro lado, quizá mi hiperdesarrollado sentido de la responsabilidad -o puede que el sentimiento de culpabilidad que impera en la cultura judeocristiana, otra tremenda contradicción- me incapacita para ceder mi destino a alguien ajeno a este mundo. Tampoco me convierte en defensora de la supervivencia del alma ninguno de los descubrimientos de las neurociencias. Ahora resulta que los pensamientos y las emociones son producto de reacciones químicas que se producen en el cerebro. ¿Qué sucederá cuando mi cerebro se apague?

Sin embargo, la práctica de la meditación -a la que dedicaré otro artículo- me ha demostrado que yo no soy mis pensamientos, que separada de ellos hay otra Belén, si es que tiene nombre, que los puede observar a cierta distancia. ¿Qué parte de mí es esa? Lo ignoro. Quizá la ciencia occidental logre algún día dar una respuesta de laboratorio a esta inquietud, que han analizado distintos filósofos y variadas tradiciones espirituales. Porque también me parece que sacralizar la ciencia de un momento histórico concreto resulta tan pueril o tan soberbio como considerarse superior moralmente solo por el hecho de profesar una fe determinada. Que se lo digan a Galileo y a Miguel Servet.



4 comentarios:

  1. Hola Belén, soy María. He elegido comentar como anónimo porque no se qué es URL....
    En cuanto a tu escrito, me parece que tu misma te das una respuesta cuando te preguntas qué parte de ti es esa que descubres cuando meditas. Esa es tu parte inmortal, la que subsiste sin cuerpo, sin cerebro...En realidad el cerebro dedica el 99% de su trabajo a ponernos trampas para ver si las descubrimos, ese cerebro somos nosotros mismos, que lo que queremos es aprender, descubrir cosas, experiencias, sentimientos.
    El problema de la religión es que pretende controlarnos para que seamos "buenos" y amenazarnos con terribles castigos en otra supuesta "vida" que identifican con la que conocemos actualmente en tres dimensiones. Y consiguen meter miedo, tanto a esa "muerte" como a las emociones supuestamente negativas.
    Si lo miras todo desde esa situación que descubres con la meditación lo irás viendo cada vez más claro. Sin intentar comprenderlo en tres dimensiones, porque así no hay respuesta.
    Recuerda que hay más cosas que las que vemos con nuestros ojos, o que las que se pueden explicar científicamente. Si no se hiciera de noche no veríamos las estrellas, pero están ahí.
    Un beso enorme y felices vacaciones.

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  2. Gracias, María, por tus certeras palabras. Eres como un bodhisatva para mí, ja, ja, ja.... Felicísimas vacaciones para ti también y otro beso gigante. Espero que nos veamos pronto.

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  3. Y con este blog qué pasa? Para cuándo otra entrada? Besos.

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  4. El título del blog, promete, "Rubber Soul", y este post sobre san Pancracio, tiene su aquel, pero, estoy con Víctor Domínguez, ¿Ya no hay más entradas? Besos, Enrique
    P.S.: Por cierto, yo soy más de San Judas Tadeo, pero en fin.

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