domingo, 4 de julio de 2010

Adolescentes

Llegan de viaje saltando, cantando, riendo... Bajan del autobus y se despiden como si no fueran a volver a verse en mucho tiempo, aunque probablemente mañana mismo quedarán en la boca de metro donde coinciden todos los sábados.

Besos, abrazos y risas otra vez. Antes de marcharse se hacen la última foto de grupo. Tienen 17 años y son felices, aunque algunos han tenido ya experiencias dolorosas.

Todo es posible. Su vida adulta acaba de comenzar y aún tienen abiertas todas las puertas.

Se rebelan, reclaman su autonomía, experimentan, aciertan, se equivocan, se quieren, se odian... Viven todo con una intensidad que nunca volverán a sentir.

A veces cometen imprudencias y corren riesgos. No son conscientes del peligro, se sienten inmortales. Por fortuna, para la mayoría simplemente todo esto forma parte de su proceso de aprendizaje.

Mientras, desde la otra orilla, seres oscuros y sin ilusiones arremeten contra "los jóvenes" como si la edad fuera una categoría moral. Y me pregunto si nacieron viejos o si la esperanza yace muerta en algún rincón de su memoria y simplemente los envidian.

No añoro mi adolescencia. Viví momentos muy dichosos, pero ahora también lo hago, quizá con un tipo de felicidad más sosegada. Tampoco reniego de ella. Lo que soy es consecuencia de todos mis errores y de todos mis aciertos, también de los de aquella época.

No me arrepiento de haber hecho cosas que ahora me parecen estúpidas. No me arrepiento de haber creído que todo era posible. No me arrepiento de haberme equivocado.

No me arrepiento de haber estado segura de que la gente a la que conocí en aquellas vacaciones iban a ser mis amigos para siempre aunque haga 20 años que no tengo noticias suyas ni me importe no tenerlas.

No me arrepiento de haber bebido, fumado, reído y bailado junto a personas que ya no forman parte de mi vida porque hemos evolucionado por caminos divergentes y no tenemos nada en común.

No me arrepiento de haber disfrutado y de haber sufrido junto a otras a las que, a pesar de la distancia o de que estamos ocupadísimos y nos vemos de tarde en tarde, me sigo sintiendo unida.

Espero vivir muchos años. Y, si llego a ser centenaria, estoy segura de que seguiré observando con simpatía a mis tatarasobrinos nietos. Seguiré apoyando sus planes, aunque me parezcan poco realistas, y que se hagan un corte de pelo extravagante para reafirmarse.

Y seguiré sintiendo que el corazón se me ensancha cuando me contagien su alegría, como me sucede ahora con mi sobrino adolescente, una de las personas más inteligentes, equilibradas, sensibles y empáticas que conozco. Tiene 17 años, pero ya le da cien mil vueltas a mis respetables y amargados vecinos de mediana edad. Y también a la mujer que soy ahora y a la adolescente que fui (en la imagen que encabeza este post). Seguro que cuando sea un cuarentón no se dedicará a poner a parir a los jóvenes.